Por François Sichet
Risas y colores
Al dejar Asahikawa, me voy con cierto pesar del barrio de la estación. Desde mi habitación, veía la estatua de un gato mirando a un anciano... algo que me gustaba mucho. Pronto encontraré todos los colores chillones de los fluorescentes de la ciudad, en su versión 100% natural, en los campos y prados de los alrededores. Entre Biei y Furano, las colinas que ondulan libremente entre dos cadenas montañosas, deben, desde el cielo, dibujar un bello mosaico. Los folletos turísticos, tan numerosos en Japón, designan la región con el nombre de patchwork, lo que es muy exacto y a la vez vende mucho. En esta zona se mezclan los campos de trigo y los cultivos de hortalizas, los campos de altramuces o hibiscos, las hileras de flores del cosmos o lavanda. Por supuesto, cada una crece a su ritmo pero, independientemente de la estación, este cuadro lleno de tejidos vivos, móviles, es encantador. Se da nombre a los árboles que crecen aquí y allá, entre las parcelas. Un grupo recuerda a unos padres y su hijo, otro a un sabio, a un caballo al galope... suficientes fotos posibles propuestas a los turistas locales tan numerosos los domingos.
Todos los colores del paisaje se encuentran en los platos en forma de helado a la lavanda, sopa de verduras al curry, melón-pan... ¡con melón real dentro, os está hablando un gran aficionado a los panes al melón! Las localidades de la región presentan largas calles rectas en las que las casas muestran con orgullo sus fechas de construcción que los turistas europeos encontrarán algo... jóvenes (1968, 1957) para ser dignas de interés.
Este paisaje rallado no sería tan bonito si no tuviera de fondo los picos del parque nacional de Daisetsuzan. Puntiagudos, rocosos, aún nevados y algunos desprendiendo humo... llaman la atención del caminante que soy. El Tokachi-dake y las fumarolas que se elevan de su cráter es el objetivo de cualquier escalador que se precie. Y escaladores en Japón no faltan, ¡es un deporte nacional! Parejas de jubilados con equipo de más que mantienen su salud en la naturaleza. O maratonianos de las cimas, que corren más que andan, cuya campana anti-osos se vuelve loca de tanto meneo. Si fuera un oso, ni siquiera intentaría atraparlos, sería inútil. Caminar desde abajo hacia arriba permite atravesar las diferentes capas de vegetación, sentir visualmente el cambio de altitud. Los campos de flores se acaban para dar paso a vastos y sombríos bosques de coníferas. Los árboles se van distanciando gradualmente para dar paso a rocas y lenguas de lava negra fosilizadas, de formas tortuosas. El paisaje se abre de repente y el patchwork anunciado se extiende ante tus ojos. Al igual que el camino recorrido, lo que siempre es una satisfacción... Los arrozales verde suave que admiraba esta mañana, con la hierba suave peinada por el viento, ¡están lejos ahora!
Los gemelos endurecidos de los escaladores que frecuentan este formidable parque natural lleno de picos y lagos, se relajan rápidamente en los onsen de la región. Fukiage, por ejemplo, donde ese día los baños de agua caliente no se vacían. La cocina está llena también, lo que me permite apreciar la perfecta organización de los senderistas locales. Las damas preparan al alba unos suculentos y sanos desayunos de verduras frescas que me hacen salivar. Sus cónyuges acaban su noche en silencio, digiriendo la cerveza de la noche anterior. Los baños dan sed... Aquí encontramos un Japón que ríe y habla en voz alta.
Es el mismo ambiente que encuentro unos días después en una fiesta de barrio en el puerto de Otaru. Y esa tarde, el olor que despiden los puestos de comida (albóndigas de pulpo, "crepes japoneses" de col y carne...) atrae a los trabajadores de traje oscuro que terminan su jornada, a las estudiantes con faldas cortas plisadas y a los trabajadores con pantalones más que anchos y un pañuelo atado en la cabeza. Mesas pequeñas y cajas de cerveza haciendo de bancos, reúnen a todo el mundo. Los más pequeños pescan patos de plástico. Los mayores disparan la escopeta. Los aún más mayores, niñas de un lado, niños de otro, intentan algún tipo de acercamiento. Y los padres ríen contándose el día. Este cuadro universal necesariamente te recuerda algo. Un cuadro sencillo, una pequeña verbena, pero que hace tanto bien al vivirla, de tan alejada que está de los clichés preferidos de los medios de comunicación cuando se trata de hablar de Japón.
Y además, cada vez que ando por ciudades japonesas, tengo el gusto de encontrarme con rostros conocidos. Cuando uno ha crecido con el manga y el anime, nos acostumbramos a las caricaturas precisas y exactas del salaryman cansado, de la estudiante que se siente mal consigo misma o que es la estrella de su clase, de la abuela traviesa, del malo...
Todo es belleza
He cambiado de región y ahora rodeo el monte Yotei, un volcán perfectamente dibujado, que ocupa mi horizonte durante cuatro días. Rodeado de tierras bajas, captura todas las nubes que pasan y se fabrica bonitos sombreros: gorrilla ladeada, gorra rasta, cofia tradicional, turbante o pasamontañas. ¡En cuanto lo dejo de mirar durante 2 minutos ya ha cambiado de sombrero! A sus pies, el denso bosque deja paso a veces a algunos jardines bien mantenidos. Bien provistos, con profusión de flores, rodean todas las casas. Se ven continuamente abuelitas agachadas ocupadas en arrancar las malas hierbas. Nada parece distraerlas de su tarea, ni el nuevo tractor del vecino ni el paso de un ómnibus, pequeños vagones únicos que forman parte integrante del paisaje japonés. Un viaje en ómnibus ofrece instantáneas inolvidables del mundo rural local. A veces me encuentro solo y me imagino como Chihiro, acompañado de un fantasma delgado y malhumorado. O me acuerdo de El ferroviario de Jiro Asada, en el que el cierre de unas pequeñas líneas de campo sirve de trama para una preciosa historia nevada. Por la mañana y por la tarde uno puede estar seguro de que va a estar rodeado de estudiantes de colegio e instituto. Un poco cansados y dormidos por la mañana. Bromistas y revoltosos por la tarde. Si te sientas en la zona de las niñas, tendrás la impresión de viajar en un salón de belleza sobre raíles. Cada una está ocupada con su pelo, su maquillaje, con los ojos clavados en el móvil que hace las veces de espejo, todo para afrontar impecables las miradas de los demás durante todo el día.
Hoy, después de una noche en un ryokan de Rusutsu tan modesto como anticuado (olor a té y tabaco impregnándolo todo), paseo por el Lago Toya bajo un sol de justicia. Aunque las pequeñas víboras a las que parece que les gustan los bordes de los caminos para mudar de piel me obligan a mirar el suelo, resulta difícil sin embargo dejar de mirar este lago redondo, rodeado de relieves boscosos en el que juegan decenas de ruiseñores, rodeando a su vez a islas e islotes ordenados por tamaño. ¡Muy fotogénico! Tanto es así, que estas colinas verdes fueron elegidas hace poco como decorado de una cumbre del G8. ¿Los "grandes" se habrán sentido algo menos grandes en este fabuloso paisaje?
Un puerto corto, pero "apretado", me hace pasar del agua dulce al mar, cuyas salpicaduras yodadas me atacan de repente. Aquí, de Toya a Hakodate, y como a lo largo del grandísimo litoral japonés, mar significa pesca. En cada aldea se encuentra el "bazar" típico del trabajo de los pescadores. Los canastos bien ordenados y guardados forman montones regulares. Sin embargo, las boyas multicolores, como bolas de chicle de las máquinas antiguas, están apiladas por cualquier lado en jardines, calles, y a veces sobrepasan los tejados. Grandes redes se secan en los muelles, desprendiendo su olor, parcheadas por las manos expertas de señoras de cierta edad. Cada puerto tiene una pequeña estrella propia, aquí el cangrejo gigante, allí las sardinas. Todo ese mundillo comestible se encuentra en los puestos de los mercados de las grandes ciudades, Hakodate, por ejemplo. Todo lo que se mueve en el fondo del mar, planta o animal, se vende tal y como salió del agua, o transformado, preparado, cocido, secado, salado, convertido en alimento, sopa, pasta... Todas las combinaciones son fascinantes, a pesar de que como europeo no entienda mucho de lo que vea o coma, entre testículos de cangrejo o tripas de pepino de mar. Afortunadamente, aquí te dan todo a probar con mil explicaciones apasionadas.
Ringo Star
El barco entre Hakodate y Aomori se deja coger sin resistencia en la pinza gigante que forman las dos penínsulas del norte de Tohoku. El gran triángulo que dibuja el edificio emblemático de Aomori se atisba en el horizonte. En esta agradable ciudad me marcará una de esas escenas que impactan en los viajes y se guardan en la columna de buenos recuerdos. Atraído por el éxito de una cocinera que abría la puerta de su casa a los vecinos del barrio para ofrecer bandejas de verduras o pescado, compro unas espinacas de sésamo (me encantan...) a un precio irrisorio. Pero ante la insistencia del marido también debo aceptar de regalo un buen bloque de tofu liso y un buñuelo de sardina.
Al día siguiente, caminar se hace pesado y el cielo está tan blanco como el tofu que me ofrecieron ayer. La temperatura ha subido y el aire húmedo se me pega a la piel. El paisaje de los campos de arroz periurbanos ni siquiera es bonito. A la salida de la ciudad de Yukita, los coches alineados me obligan a dar un rodeo; la curiosidad no es mala. Para mi sorpresa, me encuentro en medio de un torneo de sumo "de campo". ¡Cuántas cosas en común con nuestros partidos de fútbol en el pueblo! Las familias, con neveras bien surtidas, se instalan bajo los pinos. Barras y puestos variados dan de comer a los hambrientos. Se anima ruidosamente al hijo, al hermano, al novio, al marido. Las cintas alineadas en el podio, entre los jueces de rostro severo, son el objetivo de todos estos deportistas tan variopintos, menos estrictos que los profesionales. Todo el encanto del deporte de aficionados está aquí: luchas a veces más humorísticas que serias, cordialidad. Y esa visión inolvidable de un luchador de sumo vestido para la ocasión, orinando en un arrozal, con un cigarrillo en la boca...
Aún bajo el hechizo de este episodio imprevisto, regreso a Hirosaki, la autoproclamada capital de la manzana (ringo) japonesa, un lugar anunciado por vastas huertas. Imposible huir: la manzana está por todas partes. De peluche, de plástico, de recuerdo, en helado, en zumo, en tarta, en gelatina, en patatas fritas, en Kit Kat. Hirosaki y su hermoso castillo es también la puerta de entrada a un paraíso para los senderistas locales: las montañas Shirakami. Estos montes protegidos por la Unesco están cubiertos de un formidable bosque virgen de hayas. Y recorrerlo a pie te transporta a un universo fabuloso. Tras la lluvia, prevista por supuesto por los boletines meteorológicos con una precisión increíble, los troncos moteados brillan, las hojas rojas y las flores naranjas caen del bosque-catedral más verde que el propio verde. El canto de los pájaros, la idea de un oso que puede salir del espesor, las cascadas que caen desde lo alto... dan color a esta hermosa región, distribuida por laderas serias, protectoras.
De arriba abajo
Continúo mi viaje entre los arrozales de un verde increíble, bosques casi negros (¡qué contraste!) y agradables aldeas con casas de techos artesanales, a veces de paja. Los nombres de los lugares que cruzo empiezan a formar una lista coherente en la que cada elemento reserva una sorpresa y deja una huella bien marcada. Una imagen, un olor, un sabor, una cara, un edificio, una voz... ¡Y qué variedad! Owan y su gran cocodrilo rosa protegen la estación termal. Odate y su estadio abovedado totalmente de madera. Noshiro y sus molinos de viento entre los pinos. Porque los pinos han sustituido a las hayas, los cultivos en las dunas (calabazas, cebollas) han sustituido a las huertas. Y en lugar de las montañas... un pólder más o menos bajo el nivel del mar. Duermo en Ogata en un centro de formación agrícola. La tierra y el agua se mezclan aquí para el deleite de aves y agricultores. Luego vinieron la selva de la península de Oga, los ryokan, los hoteles de la estación, las ciudades, los pueblos... Interminables carreteras rectas o en zigzag. Sí, el norte de Tohoku está lleno de sorpresas. Como un agradable bento donde cada pequeño compartimento reserva un descubrimiento gustativo. Y eso no es todo, el camino continúa, y llegará un bosque de cedros gigantes, el país de las cerezas, la isla de los caquis, un partido de béisbol, otro de fútbol...
Continuará.