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Experiencias viajeros Explorando Shinjuku, el barrio de Tokio que nunca duerme, con Eva Guerrero

Autora: Eva Guerrero
Biografía: Eva Guerrero es Historiadora del Arte y Archivera. En esta ocasión, viajamos con ella a Japón para descubrir sus favoritos del país y conocer los cinco lugares que la enamoraron.

 

Todos mis viajes a Japón terminan en Tokio, el lugar donde todo confluye. Cada uno de ellos han comenzado en el aeropuerto de Narita, y de ahí he decidido irme lejos, lo más lejos posible, para poco a poco ir volviendo, tren a tren, hasta la gran urbe nipona. Me gusta irme de Japón con el sabor de Tokio en los labios, con ese regusto dulce y a la vez salado que dura meses. Porque Tokio es la ciudad de los grandes contrastes, de los inmensos templos y parques, y de los barrios donde los neones palpitan en las retinas y el ruido es ensordecedor.

Y es que a mí eso de las calles cubiertas de neones me gusta, me gusta mucho. Esa sensación de estar en otro mundo, de vivir dentro de una película. El movimiento de gente, las tiendas locas donde puedes encontrar cualquier cosa (literalmente), los bares de apenas cinco metros cuadrados donde beberte una cerveza entre sonrisas, y la comida (ay, ¡la comida!), que siempre es mejor en los lugares pequeños y baratos.

Todo eso es mi barrio favorito de Tokio, Shinjuku. Un paraíso de tiendas de día, un lugar donde comer y beber increíblemente de noche. Un barrio que esconde un parque gigantesco donde perderse en medio de una paz apabullante, el Jardín nacional Shinjuku Gyoen, y desde el que puedes ir andando a otros lugares emblemáticos como el parque Yoyogi, la zona de Harajuku y Omotesando, o el archiconocido cruce de Shibuya.

Este día llegué a Tokio desde Nikko y Utsunomiya, el paraíso de las gyoza (si vais a Nikko desde Tokio, no dudéis en hacer parada en esta gran ciudad que es conocida por ser en la que mejores gyoza se hacen de todo Japón, y doy fe de ello). Al llegar a Tokio comencé una de las grandes experiencias de mi vida: dormir una noche en un hotel cápsula, irme al futuro, a una nave espacial, ser una tripulante del Nostromo.

Recuerdo llegar a ese lugar de película, que me entregaran un pijama negro y todo lo necesario para mi noche a millones de años luz de la tierra, subir a la zona de cápsulas y comprobar que sorprendentemente, eran amplias y confortables, y por supuesto creadas para emocionar a cualquier fanático de la ciencia ficción por poco más de veinte euros. Salí del hotel saboreando la calle tokiota, en pleno Shin-Okubo, el barrio coreano de Tokio. Cientos de jóvenes compraban cosmética coreana y merchandising de sus grupos de k-pop favoritos, vestidas con sus mejores galas, mientras yo no hacía más que sonreír por aquel mundo que se abría ante mí. Venía del espacio y había caído en otro planeta.

Con todos esos pensamientos, fui callejeando hasta llegar a Shinjuku, maravillándome con cada tienda, cada neón, cada sonido. En mitad del bullicio que acontece a eso de las seis de la tarde, cuando las oficinas se vacían y comienzas a ver camisas blancas por cada calle de la ciudad, paré, y tomé esta fotografía. Necesitaba captar el movimiento, la esencia de Kabukicho, el conocido barrio de Shinjuku repleto de restaurantes y clubs de host. Y allí estaba yo, parada en mitad de cientos de personas que se movían como llevadas por la corriente de un río, por el agua que se mueve incansable y que son las calles de Tokio. Parada como una piedra que soporta la corriente, inmóvil, con una especie de ebriedad provocada por el oleaje de la multitud, sin querer que jamás terminara.

Y en ese momento, tomando esa fotografía, con todas esas sensaciones estallando dentro de mí, supe que pertenecería para siempre a esa ciudad y a ese barrio, que cada vez que volviera repetiría ese momento, que necesitaba que esos sentimientos quedaran como un regusto en mi boca al volver a Madrid, y que la inabarcable Tokio siempre sería el final de cada viaje.

 

 

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