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Experiencias viajeros Conociendo Hida no sato y los Alpes Japoneses, con Eva Guerrero

Autora: Eva Guerrero
Biografía: Eva Guerrero es Historiadora del Arte y Archivera. En esta ocasión, viajamos con ella a Japón para descubrir sus favoritos del país y conocer los cinco lugares que la enamoraron.
 
 
Y de la ciudad más ruidosa y transgresora, nos vamos de viaje a la paz más extrema, porque eso es Japón, una perfecta dicotomía entre modernidad y tradición, entre ruido y silencio, entre neones y sombras. Y eso también soy yo.
 

En mi último viaje al país nipón me decidí a explorar los Alpes Japoneses, entrando desde el norte por la prefectura de Toyama para pasar unos días moviéndome en tren por la de Gifu, todo verde, paz, montañas, grandes ríos, campos de arroz y, por ende, destilerías de sake. Había planeado todo a la perfección, porque me encanta organizar viajes, y Gifu da para mucho. Es una prefectura llena de preciosos pueblitos desconocidos para el turista, donde los habitantes son extremadamente amables y también muy curiosos (quizá por no estar acostumbrados a ver a occidentales), y llena también de otros destinos archiconocidos como Shirakawa-go o Takayama, que son igual de fantásticos. Sin embargo, de entre todos esos miles de lugares, me llamó muchísimo la atención una aldea-museo de la que encontré la información justa y necesaria para tener ganas de visitarla.

 

Era Hida no sato, un museo en el que hay más de treinta edificios originales de la región de Hida, con siglos de historia, perfectamente conservados, a modo de aldea al aire libre y con un gran lago en el centro. Puedes entrar en cada casa, entender cómo vivían en la zona hace siglos, o incluso cómo viven en la actualidad, ya que hay quien mantiene las costumbres ancestrales. Allí concretamente no vive nadie, pero la sensación que tienes al recorrerla es de estar en una aldea viva, vibrante.

 

Llegamos a Hida-no-sato en un día plomizo que amenazaba lluvia en pleno agosto, tras recorrer Hida-Furukawa y tomar un autobús cerca de la estación de tren de Takayama. No había apenas nadie allí. Recuerdo estar caminando entre las casas escuchando las cigarras japonesas con su ruido ensordecedor, sumadas al sonido del bosque acompañando cada pisada. Sólo se escuchaba la naturaleza, y a nosotros, que hablábamos bajito porque hay que respetar a los kami. Recuerdo cada paso, cada edificio, el tacto de la gran campana que hice sonar para pedir un deseo (cumplido a día de hoy, por cierto), y por supuesto, recuerdo entrar en esta gran casa tradicional, en cuya primera estancia tenían expuesto un irouchikake (uno de los dos tipos de kimono de novia) que llamó poderosamente mi atención. Pero es que, al girarme, me encontré con esta gran estancia y si cierro los ojos puedo sentir el olor penetrante de los tatami, la sensación en la planta y los dedos de los pies al pisar esa superficie fresca, las sombras proyectadas, el silencio que era mucho más profundo a nuestro alrededor. Me adentré en ella y me agaché para tocar el tatami. Necesité un momento allí, en el lugar que más paz me había aportado de todos mis viajes a Japón.

 

Fue en ese momento cuando me tomaron esta fotografía, que para mi, siempre, es sinónimo de teletransporte.

 

 

 

 

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